“Las relaciones humanas simplemente no duran”, dice Charles Bukowski. Se agotan con la misma intensidad con la que una vez comienzan, digo yo. Porque un día alguien se levanta con el pie izquierdo y tiene un agujero en la media y no hay azúcar para el mate y aumentó de nuevo la carne y afuera llueve y no hay nada divertido para hacer.
¿Qué es lo que se apaga? ¿Qué es lo que se agota?... ¿Es la maldita rutina con su ácida manía de corroer las pasiones? ¿Es el torrente de desencuentros, aburrimientos y peleas el que apaga la intensa llamarada?
Algo se extingue porque así es como funciona esta tierra. Constantemente ella se renueva. Quienes la habitaron ayer, rodeados de hielo, no son los mismos de hoy, rodeados de cocaína y pantallas virtuales.
Y si nada dura para siempre, ¿qué es lo que queda, más allá de un puñado o una tonelada de momentos compartidos, adioses y sueños?
Algo queda eternamente. El fósil enterrado bajo metros de polvo da cuenta de un pasado, de un inicio y de un fin; es la huella durmiendo en la tierra que nos indica lo que una vez hubo allí. Entonces, ¿qué indica en nosotros el paso del otro? ¿Cuáles son los restos, por despellejados que estén, que inmortalizan al otro en nosotros? Porque aunque no exhibamos a los mismos como piezas de museo es posible que algunas veces los desenterremos y busquemos en ellos la clave de un pasado lleno de vida; de algo que alguna vez fue pero que también es y seguirá siendo, haciéndonos y rompiéndonos.
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